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Andres Valero

EL CUEVANO ANDRES VALERO, DE GUITARRA DEL GRUPO MUSICAL CARTON GROUP A UN MAGNATE DE LA PINTURA
(Agradecida aportación de Manuel León)

Su abuelo emigró a Texas hace más de un siglo y cuando volvió con los dólares envueltos en un pañuelo compró fincas que su nieto, Andrés Valero Portillo, aún conserva. Su vida -la de este megaprecoz emprendedor cuevano- ha sido siempre eso: conservar y guardar, como hormiga en vez de cigarra, para poder crecer. Suma Andrés Valero, como el que no quiere la cosa, casi medio siglo de batallar vendiendo pinturas por todos los senderos de la provincia, aparcando el negocio solo para afinar el saxo, su verdadera pasión. Y aún no descansa este guerrero de los negocios, este almeriense que decidió dejar la escuela Urbina Carrera de su pueblo con 12 años y hacerse empresario de verdad. Su padre, emigrante en Suiza, siempre le dio libertad -cuando la libertad sí que era un territorio a conquistar- para que eligiese su camino.

Andrés, que nació en 1949, unos días después de Bruce Springsteen, en la calle Convento de Cuevas del Almanzora, hijo de Juan y de Encarnación, oriundos de Las Cunas, se metió de aprendiz de pintor con el empresario local Paco Belmonte cuando aún no había comenzado ni a afeitarse. De esos días, en los que se afanaba con la brocha pintando fachadas encima de una escalera, le viene el sobrenombre legendario de Cartulina, de lo fino que tenía el talle y de lo mucho que lo balanceaba el viento. Se dedicaba también a rotular todo lo rotulable en tiempos en los que no existía el vinilo y había que perfilar con el pincel hasta el números de las matrículas.

Se montó por su cuenta con solo 14 años, con varios empleados, y empezó a ir en bicicleta a pintar rejas y balcones en esos pueblos almerienses del Levante, desde Terreros hasta Mojácar, en esa Almería sesentona del primer turismo. Pero no se conformaba Andrés, le parecía poco trabajo, y montó un local, el Notescondas, que marcó el ocio de varias generaciones de cuevanos, con una terraza para los piscolabis de los mayores y debajo una especie de pub pionero decorado con dibujos de Clemente Gerez en el que se juntaban los primeros melenudos de antaño a escuchar música de Areta Franklin o Janis Joplin. Después se fue a la Mili, a Cerro Muriano primero y a La Linea después y descubrió Andrés lo que era tener tiempo, después de estar siempre corriendo durante su corta vida. Allí se dedicó a pensar en lo que quería hacer, a imaginar su futuro, y, entre volutas de pensamientos cuarteleros, a integrarse en una orquesta con la que actuaba, con el permiso del Comandante por distintas salas de fiesta de la Costa del Sol. A su vuelta, se quedó durante cuatro veranos con la organización de las fiestas de su pueblo, que entonces eran en agosto para aprovechar las vacaciones de los emigrantes. Se encargaba de vallar el Parque del Recreo, regar el albero y contratar a cantantes como Massiel, Julio Iglesias o Danny Daniel. En 1973, montó su primera tienda de pinturas en su pueblo, junto a la Glorieta, y con 23.000 pesetas llenó ese iniciático almacén de botes de Titanlux de todos los colores.

Rugía entonces Puerto Rey, el Maricielo del General Cabanillas, las urbanizaciones de Mojácar y las casas de los ricos cuevanos que veraneaban en el Malecón de Garrucha. Y ahí encontró su veta Pinturas Andrés Valero, que abrió nuevas tiendas en la calle Mayor de Garrucha y en Vista de los Angeles de Mojácar y más tarde en Las Buganvillas de Vera. Llegó al convencimiento de que su mercado estaba en los pueblos de la costa y cerró las tiendas con las que había probado en Albox y Huércal-Overa.

Llegó a tener en esos años dorados de apartamentos y chalets, de nuevas urbanizaciones y hoteles como el Tío Eddy, de nuevas fábricas como la de Hornos Ibéricos en Carboneras, hasta 30 pintores de brocha gorda dando lustre por toda la costa levantina. Empezó a colaborar de forma asidua con el arquitecto José Luis Gallego, que había llegado a Mojácar y que creció en predicamento en esa época de blancas azoteas y azules postigos, en la que Andrés también dio un salto y decidió seguir adelante con un ímpetu aún juvenil. Con Gallego y los tres Pacos Flores participó en la urbanización Urbamosa del Parque Comercial de Mojácar y con Segovia colaboró en la Laing que descubrió Macenas y con Polanski en La Gaviota.

Allí donde se movía un ladrillo, en esos años, estaba Andrés, con sus botes de pintura plástica, con su ingenio morisco para los negocios. Y decidió dar un nuevo salto y en 2000 se alió con tres socios del sector para hacer una fábrica propia de pinturas en Guarromán (Jaén), además de participar en el Grupo Pyma, una central de compras en Madrid.

Andrés Valero llegó a comercializar en los años buenos de la construcción hasta nueve millones de kilos de pinturas. Ahora las ventas se han apaciguado hasta los seis millones de kilos. Los últimos hitos de la empresa creada por aquel jovencillo aficionado a la música y fino como una cartulina, han sido la apertura de un establecimiento en la Avenida del Mediterráneo de la capital y hace tan solo unos días ha saltado el Mare Nostrum para habilitar una nueva delegación en Mallorca sumando un total de siete centros. Aún sigue, con el hijo de Juan y de Encarnación, aquellos tenderos de la calle Estación, Juan Rodríguez, el empleado que empezó con él de aprendiz en el minuto uno; y aún sigue al pie del cañón, Andrés, ya abuelo, el saxofonista de la Calle Convento, el tipo que servía los primeros Larios Cola en el Notescondas, con dos hijos de escoltas que son el futuro de esta genuina empresa líder en pinturas de la provincia, la pequeña industria familiar que ha ido moldeando Andrés, con sudor e ingenio, a su imagen y semejanza, pero mirando siempre al saxo con el rabillo del ojo.

Andrés Valero, un diamante para los negocios, encuentra su verdadero paraíso en la música. Poniéndose la boquilla del saxo en los labios, moviendo los dedos eléctricos por las teclas, es cuando se libera su verdadera alma de artista, desde que aquel genio Emilio Requení le enseñara a solfear. Con apenas 14 años ya ensayaba con Los Vikingos y después con Los Iberos, con amigos de toda la vida como José Belmonte y Antonio Campoy y con los consejos de su entrañable Manuel Arana. Amenizaban los primeros guateques y después las verbenas del Pimentón de Garrucha hasta que cambiaron el nombre a Cartun Group, compraron nuevos instrumentos y recorrieron los garitos de la comarca, en esos tiempos en que Rossell traía alemanes a Los Arcos de Garrucha y ellos brillaban desde el escenario de Los Cactus y de la Terraza Cinema. Han pasado los años, casi 50, y Los Cartun siguen con sus ensayos diarios y la ilusión de los principiantes.

Recuperado por JOSE ANGEL PEREZ

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